Al igual que en otros días de descanso, se puso un par de jeans cómodos y un buzo de gimnasia viejo. Buscó una bebida fría de la heladera y se acomodó en el sillón de su living de estilo minimalista, decorado en blanco y negro. Esa iba a ser otra noche de Netflix. A las once, ya había visto una película y no tenía ganas de seguir con otra, tampoco le inspiraba leer ni chatear con alguien en internet.

Cuando apagó el televisor, escuchó los ruidos de la calle. Era viernes y los jóvenes recién salían. Se asomó al balcón y los vio: caminaban en grupos, hablaban y se reían. Algunos llevaban latas de cerveza en las manos y todos se habían vestido para destacar en la noche. Las chicas lucían zapatos de tacos muy altos y sensuales escotes y los muchachos, ropa muy ajustada para destacar los músculos.

Dio media vuelta y miró hacia el interior. “A este espacio le falta un toque de color”, se dijo. Caminó hacia el dormitorio y tomó uno de los numerosos almohadones que tenía sobre la cama, uno rojo y grande. Lo puso en una esquina del seccional blanco. “Ahora sí, eso lo cambia todo”, pensó.

Al pasar frente al espejo de su cuarto, se detuvo, miró su reflejo y se tapó la cara con ambas manos. “¿Qué estoy haciendo?, “¿qué hago aquí un viernes por la noche, con los pelos desarreglados, vestida como una vieja abandonada?”. “Lo único que hago es trabajar y después venir a mi casa, tirarme a mirar tele y cambiar los almohadones de lugar. ¡Qué boba!”.

Se dirigió otra vez al sillón dispuesta a sentir lástima por sí misma, pero las risas que provenían de la calle la espabilaron, la sacaron de su nebulosa de auto conmiseración. Una hora después se miraba al espejo, aunque esta vez no veía a una señora desaliñada, sino a una mujer que todavía lucía muy bien en ese vestido rojo ajustado. Había dejado su cabello suelto, al contrario de lo que acostumbraba en su trabajo y calzó unos stilettos negros con tacos altísimos.

Subió en su auto deportivo negro. Los vidrios polarizados ocultaban el lujoso interior de butacas y paneles de cuero blancos. Era su nuevo juguete. Había ahorrado todos los ingresos extra que había recibido ese año para comprarlo. Todos sus complejos se habían esfumado, se sentía una reina.

El ambiente del bar era elegante y oscuro, tenuemente iluminado por detrás del espejo con luces de led rojas. Caminó con lentitud hacia la barra, a fin de que los presentes la observaran y pudieran apreciar su silueta. Sin haberlo pedido, el barman le señaló una butaca vacía desde donde podría observar la entrada. Se acomodó y cruzó sus largas y delgadas piernas, no sin antes mirar cómo lucían sus zapatos.

Mientras bebía su trago de costumbre, miró a su alrededor y notó que la observaban. Se sintió bien. “Menos mal que me decidí a venir, esto le hace bien a mi autoestima”, pensó y sonrió complacida. Estaba entretenida agradeciendo la gentileza del barman, que le había servido unos canapés para acompañar su trago, y no se dio cuenta de que un hombre se había acomodado a su lado. Era muy lindo, bastante más joven que ella. “No estoy para hacer discriminaciones”, se dijo, y para festejar su ocurrencia sonrió. Él, a su vez, la miró y también sonrió. Pidió un whisky y giró su butaca para enfrentarla.

Era muy buen conversador, atractivo y seductor, vestía de forma clásica: traje negro y camisa blanca, de buena calidad. El cabello negro y brillante le caía sobre la frente en una sensual onda y sus ojos, ¡oh, sus ojos!… “Este hombre me fascina. Es lo que necesito para volver a la vida”, se dijo. La atracción entre ambos era evidente y, con una simple observación, se podía notar la energía sexual que irradiaban.

Al cabo de un tiempo, salieron. Ni bien se alejaron un poco de la puerta del bar, se besaron.

—¿Nos vamos juntos? —le preguntó él.

—No podríamos hacer otra cosa —dijo ella—, pero debo buscar mi auto.

—Entonces, vamos con el tuyo, así no tenés que volver a buscarlo, ¿no? Podés dejarlo en mi cochera. Vivo cerca.

Ella estuvo de acuerdo. Le pareció un gesto caballeroso. Avanzó un par de cuadras y él le indicó que doblara a la derecha.

—Pará acá —le dijo, señalando un lugar para estacionar.

—¿Ya llegamos? Qué pronto.

Él la miró, la abrazó e inició un ritual de besos y caricias apasionados. El ambiente del interior del auto se había puesto caliente y lo vidrios se estaban empañando. Luego de un momento, él la miro a los ojos y le dijo:

—Bajate.

Ella lo miró interrogante.

—Que te bajes del auto —dijo él.

—Ah. Bueno. Vamos —contestó ella. En ese momento sintió en su estómago algo que conocía muy bien. Miró hacia abajo y la vió, era una beretta 92.

—“Vamos”, no: vos te vas. Bajate del auto, pero antes sacate el reloj y el anillo. ¡Rápido, vieja de mierda! — le dijo él, mientras le golpeaba las costillas con la punta de la pistola.

—Pero. Yo pensé… —dijo ella.

—¿Qué pensabas, que me gustabas? Sos una jovata. ¿No te diste cuenta todavía?

En ese momento, sonó el disparo. Mientras él disfrutaba insultándola, no se dio cuenta de que ella había tomado la 9 milímetros que guardaba entre las dos butacas del auto. La mirada fue de sorpresa, antes de caer hacia atrás, muerto, con un agujero en el pecho.

El golpe de adrenalina le había nublado la vista y sentía palpitaciones, pero tenía que salir de allí enseguida. El disparo se habría oído en toda la cuadra, así que aceleró y fue al garaje de su edificio. En ese lugar había poca circulación de autos y su cochera estaba bastante escondida. Lo tapó con una lona que tenía en el baúl y subió a su piso. Se sirvió un whisky y trató de tranquilizarse, pero no podía dejar de pensar en lo ilusa que fue. ¿Cómo no se dio cuenta? ¿Cómo se dejó dominar por la inseguridad? ¿Cómo pudo creer que, a su edad, podría llegar a interesarle a un hombre como ese? Seguramente la había seguido, porque no estaba cuando ella entró en el bar. No podía dejar que se enteraran de su debilidad o sería la burla de todos.

—Pasame con el principal Castro —dijo, ni bien contestaron en la comisaría.

—Enseguida, mi comisario —respondió el agente de guardia.

El principal contestó desde su interno y dijo, a modo de broma:

—¿Tiene ganas de venir a trabajar, mi comisario? ¿No puede dormir?

—Dejate de joder, Castro, y mándame un equipo de limpieza a mi casa —le ordenó ella.

—¿Qué pasó? ¿Se metieron en su departamento?

—Sin preguntas. Después te explico. Ah, y mandá también a alguien que se lleve mi auto para que lo limpien y lo arreglen. Vayan al bar del Escocés y a Salguero y Libertador, y saquen todas las cámaras que encuentren.

El camión grúa se estaba llevando su precioso deportivo negro con asientos de cuero blanco y el muerto en su interior. Ahora, ambos tenían el toque de rojo que necesitaban.