Dos hombres retomaron la misma picada para buscarlos. El viejo buey y el capataz no habían llegado al río.

Los peones especulaban con distintas teorías. Comenzaron con la hipótesis de que el animal se había lastimado y a medida que oscurecía, las suposiciones se tornaron misteriosas y hasta tenebrosas. Los cuentos y leyendas del lugar se hicieron presentes en las conversaciones y el miedo de los rescatistas iba en aumento.

Cuando llegaron a una curva del camino, divisaron el voluminoso cuerpo del buey, inmóvil. Se fueron acercando temerosos, atentos a los ruidos de la selva. El anciano animal había caído de bruces sobre la tierra colorada, muerto. La sangre de las heridas se estaba coagulando. Todo sugería que la edad, el agotamiento y el castigo habían provocado el colapso.

El capataz no estaba.

***

Cruzó el río a nado. Se sintió a salvo ni bien pudo internarse en la selva. Bebió agua de un manantial y durmió un rato oculto en el hueco de un árbol. Cuando despertó, estaba hambriento. Hacía varios días que lo perseguían y no había podido alimentarse.

Se movía con sigilo. Alertaba todos sus sentidos para oír el sonido de algún animal para cazar. Pisaba con suavidad el suelo blando de la jungla, esquivaba las grandes raíces que sobresalían y evitaba las lianas que colgaban, siempre observando a su alrededor. De repente, creyó notar un movimiento arriba, en la copa de un árbol, pero era sólo una hoja reflejando un rayo de sol.

La habitual sombra de la selva misionera se iba convirtiendo en penumbra. Ya estaba cayendo la tarde y todavía no había encontrado comida. Sus fuerzas empezaban a flaquear y, de repente, oyó voces. Subió a lo alto de un árbol para descubrir de dónde provenían. No muy lejos, un polvo rojizo se levantaba por sobre la tupida vegetación. Se fue acercando lenta y sigilosamente. Temía que fueran sus perseguidores.

Se puso a resguardo y, a corta distancia, vio una fila de bueyes que arrastraban pesados troncos. Al final de la formación, más alejado, venía un animal viejo, renqueante; hacía grandes esfuerzos para seguir caminando y a su vez tirar del inmenso rollizo de madera. A solo unos pasos de dónde estaba escondido, cayó extenuado.

El hombre que venía detrás comenzó a gritarle:

—¡Levantate, bruto animal! ¡Levantate!

Mientras vociferaba insultos lo pateaba y lo castigaba con un látigo.

El cuero del buey se partió en finas líneas rojas. La sangre chorreaba y, con cada azote, salpicaba todo a su alrededor, incluso al maltratador, quien aumentaba su furia al notar que la caravana se alejaba y él quedaba rezagado.

Al cabo de pocos minutos, el gran animal perdió el sentido. El golpeador, frustrado, se acercó al borde de la picada y sacudió su látigo contra las ramas, para limpiarlo.

***

Se quedó inmóvil, aplastado contra el suelo. Estaba muy cerca. Unas gotas de sangre alcanzaron a salpicarlo y el olor despertó su instinto.

El yaguareté saltó sorpresivamente y clavó sus poderosas fauces en la nuca de la bestia. Lo sacudió con fuerza y quebró su cuello. Lo arrastró hacia el interior de la selva y desapareció en la espesura.